Finisterre ha sido considerado durante siglos el límite de las tierras conocidas, la frontera del Más Allá, el Fin del Mundo.
El origen del Camino a Finisterre es incierto, pero son mayoría los historiadores que consideran a este cabo como el auténtico término de las antiguas peregrinaciones paganas anteriores a la cristianización.
La punta es un acantilado donde parece que estaba el Ara Solis de la Antigüedad para la celebración de los ritos solares. Tradicionalmente se considera el punto más occidental del continente, aunque en realidad no le corresponda tal título.
Desde el principio de los tiempos Finisterre evoca un misterio insondable en el alma de los hombres. Las raíces del aura legendaria de estos parajes, abiertos a la inmensidad del Océano Atlántico, descansan en la mitología de los primeros pobladores de Europa. Los antiguos creían que el mundo terrenal daba paso, con la llegada de la muerte, a otra existencia en una isla situada al oeste, donde se ponía el sol. En las leyendas celtas es frecuente encontrar imágenes de héroes que hacen su último viaje a este paraíso en una barca de piedra. Esta unión de piedra, mar y espiritualidad pervive en distintas formas a lo largo de la Costa da Morte.
Cuando los romanos llegaron a este lugar, presenciaron por primera vez el espectáculo sobrecogedor del sol hundiéndose en las aguas. Encontraron un altar dedicado al astro rey, el Ara Solis, erigido por las tribus celtas de la zona.
Antes de la llegada del Cristianismo los europeos ya veían en Fisterra un destino obligado de peregrinación. Pero tras el descubrimiento de la tumba del Apóstol, la ruta hacia el occidente atlántico alcanzó su máximo esplendor. El Camino de Santiago, guiado por las luces de la Vía Láctea, termina aquí, frente al océano. Así pues, el visitante que deje volar su mirada desde este promontorio, no sólo disfrutará de unas vistas de gran belleza. Estará participando de un mito que intimida y atrae a los hombres desde hace miles de años.